En mi primera guerra contra tus labios
caí como un simple soldado
(inexperto después de tantos años de paz)
y luego, abandonado en un páramo desolado
me vi huérfano de mi cuerpo sin tus abrazos.
Nada quedó al segundo día
de aquella estúpida valentía
que hizo, seguramente, que nos alejáramos
y ya ves, a pesar de todo, arrojaste huesos
a este cadáver que se arrastró creyendo resucitar
en el paraíso de tus manos.
Como un perro, que era lo que necesitabas,
esperando que ladrara todas tus sonrisas,
no te importaron ni las montañas que cambié de lugar
(sí, por ti, no por tu cuerpo ni tus besos
tan sólo por un breve gesto)
ni te importó que quisiera resucitar
sólo para poder volver a morir por ti
no te importó que hiciera a la ciudad eterna
para poder caminar toda la vida contigo por ella
al final sólo te importaron tus propias murallas,
tus propias cadenas,
y herido, de nuevo, en el campo de batalla
a dos palmos de tu cuerpo se quedó el mío,
y que me queme el sol de tu olvido
hasta verme reducido a cenizas
para que al fin puedas guardarme como un sueño
en el espacio naufragado de tu corazón hueco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario