Me refugio en escudos hechos
con los huesos de los cadáveres de aquellos primeros hombres
a los que conocí cuando navegué sorteando el desconsuelo
porque ya no cabe esperar que nos entreguemos
el uno al otro en sacrificio; ya no, sólo nos queda un millar de sueños
tan rotos como cuerpos contra acantilados empujados por olas
(naufragios provocados; náufrago a veces sin quererlo)
y el grito ahogado que no se escucha,
estás lejos, tan, tan lejos
que a veces echo de menos hasta el aire que dejaba tu recuerdo
lo que me hace mirar mis cadenas y preguntarme
en qué momento dejé de internarme en los espejos
por qué reduje la necesidad de amar a lo que ya había sido
¿tal vez porque ya no es?
Nunca seremos como esas hojas que juntas florecen
sino que habitaremos en este invierno que se aproxima
como pálidos cadáveres de un árbol que nos expulsa
a un marchito baile de antiguos amantes que fenecen
mientras ardemos, retratados en el hielo, y como excusa
diremos que era el Destino, no diremos que no supimos hacerlo;
sin distancia para escapar, en la huida perpetua
de nuestras manos que se alejan mientras se buscan nuestros ojos
aquellos con los que ya no quiero verte ni al dormir
(porque sé lo que entierran tus sueños)
en mañanas sin fin que anuncian la separación de cuerpos
que fueron uno, en algún momento
para quedar ahogados en lagunas frías, cielos rojos
y el humo de los recuerdos. Volverán los altos muros
que permitían hacer del silencio el dueño
y aquella anhedonia, aquella pasión glaciar, ya nada será
cuando todo se acabe toda presencia
cuando en el imperio de nuestros deseos
apenas reine la distancia, el adiós, el olvido, la ausencia.