A veces llega el fin de las cosas
y no somos más que átomos disecados
rondas nocturnas de sangre de otros,
naturaleza prendida del desastre de lo trágico
malgastando horas de decadencia
en anunciar la vejez de nuestros propios deseos
(¿para qué si es inevitable?)
en atender la alegoría inefable;
encerrado tras los muros de la realidad
alumbro el deseo en este castillo
de sombras]
con sueños heridos en lanzas rojas
afiladas uñas del destino
porque aprendimos a mentir en los aullidos
y encontrar la verdad escondida entre cada engaño
(que nos hacemos a nosotros mismos)
entre cada disolución natural de la vida, descompuesta
de rumores de silencio, de murmullos en las calles
que, vacías, destruyen lo que creemos inmenso. Naufragamos
en costas de utopía, creyendo que le ganaríamos
la batalla al reloj, que vivir mismo es una huida
pero, en realidad, huíamos de lo que éramos, de lo que seríamos,
y ya no queda casi nada ante lo que rendir cuentas
porque se es raíz arrancada del árbol que pretende seguir creciendo
porque se es tormenta en mitad de un desierto
porque se es lo encontrado cuando nunca se hubo perdido
y es tan largo el grito de los tiempos futuros
que en sus pálidas llanuras sin horizonte dormimos
esperando que el destino nos haga caer, rendido
ante el altar, pensando en los silencios
tendiendo puentes hacia babilonias de sentimientos
(prostituidos en el amargo cabecear)
nos varamos en las playas de nuestros cuerpos
y eso fue todo;
sólo eso.