Tuerzo las esquinas para hacerle fácil a mi piel
deshacerse de sus ganas de tener heridas,
después de todo, me digo, no son más que cicatrices
de naufragios y de derivas
de perros, y perras, que corren
detrás de las luces de cualquier coche
aventurándose en mitad de la noche
sin pensar que las palabras que ya no dices
las ignora tu cuerpo, no tu alma, y ahí van quedando
y, a pesar de ello, olvidas, la hiel
que puede cubrir las miserias que ocultamos
detrás de velos y cortinas de risas y ausencias
de copas que recogen la sangre que nos derramaron
lo que explica tanto silencio en el amanecer de tus ojos
tanto abrazo crepuscular en la separación de los cuerpos
tantos dientes lloviendo en los susurros
de risas ahuecadas, de prisas por llegar cada día
del comienzo al final
(olvido, olvido, qué hiciste de mí)
en estos días en los que toda mentira es aceptada
en los que vas percibiendo que es mejor llegar solo
al final de la escapada.
El viento gira en el suelo,
sólo hay un montón de hojas espontáneas
plagadas de humedad, moho negro,
inconsistencia del alma;
se van. Todo se va. Ya no importa nada.