Tengo tantas ganas de odiarte que me bebería hasta la sangre
de los mares
...y la vida, que nos es tan extraña, tan ajena, a nosotros mismos, más casi que la muerte
porque se nos va en este vórtice de anhedonia y desalado
labio de nieve, parcas las horas, lacónicos los minutos
quién cortará ya los hilos que nos unen al destino,
tal vez nadie, dice el espejo entre susurros, culminando la odisea
de espanto]
de este ángel desdibujado, de esta aporía sin papeles
en pensiones en blanco y negro
que huelen a óxido, cenizas y barro. No nos queda olvido ya
en los bolsillos para irlo por ahí regalando
sólo el desprecio mutuo de habernos dejado
palabras en el camino, abierto como cuchillos sobre la carne,
como una salvedad en mitad de una gran teoría
de esas que tanto explican y que nada cumplen
tan sólo el aliento de esta piel dura.
Porque dijo el sol que se iba
mecido en los brazos de aquel tiempo
un tiempo de ayer, de piedra
y murmullo]
arrasando con la oscuridad la luz apagada, palabras insomnes
pronunciadas ya con escaso orgullo; se nos quebró el suelo
sobre nuestras cabezas,
pacientes sin remedio eficaz a los que no se les quiere decir la verdad
(quién la quiere, quién la necesita, en la mentira la felicidad
en la felicidad la ira,
y en ella la ceguera mejor que la tortura de andar tuerto)
viviendo con el aire que no podemos respirar,
que aprisiona este odio perpetuo, tanto odio que sería capaz hasta de amarte
con tal de que cortaras la sombra que nos aleja por la mitad
y pronunciaran los muertos esta cumplida promesa de volverte a odiar;
como tantas veces quise hacerlo, y tantas veces, tantas ya
que ni acordarme puedo,
te he vuelto a sacrificar.