Hoy me acuerdo de ti como una exhalación en el aire
evanescente como el polvo que hace más dolorosa la herida
de un tiempo que no nos da ni tregua, ni consuelo
de lo que fue a esta parte aquello que tuvimos entrelazados
en arenas de desiertos corporales, las pieles quemadas
por tantas, tantas deslealtades
(y ahora, fíjate, yo soy lo que tú eras
y sufriré, lo sé, la amarga dulzura de tu condena
no quise, sin embargo, ser lo que digeriste en el odio
sino haberme pertrechado tras abismos de soledades
en los que vivíamos a pesar de tanta inopia vital);
fue tanto el delirio del viaje que emprendimos al alejarnos juntos
de los nudos que nos ataban en nuestras manos
no entre nosotros, sino a nosotros mismos,
con los ojos pegados al suelo de barcos naufragados
hasta romper los muros del deseo ajeno
muros en los que habíamos dibujado los mapas para encontrarnos
entre silencios de cartón donde gritábamos para otorgarnos
la razón de nuestra despedida
(y ahora, mírame en tu ceguera, soy lo que tú eras
y palidece mi sombrío hastío ante lo que sé que vendrá
porque no entiende el mar de arena más que en la orilla
donde finaliza el mismo instante de ser de una ola)
cada error que marcamos en ese tiempo que nos hería en los dedos
¿qué fuimos para no ser nada? ¿qué dejamos
en todos aquellos días en los que pensábamos
sólo en lo que seríamos mañana?
¿era, tal vez, la decepción continua que da el vivir sabiendo
que todo tiene un fin?
(y ahora, que sólo eres inexistencia y vacío,
entiendo todo aquello por lo que desesperas
porque entre lo que callo y lo que no digo
voy comprendiendo cómo encender el cigarro
dentro del vaso de whisky, dentro del horror
de entender que ahora soy, lo que tú eras).