Siempre te creíste como una princesa en China
tardaste nunca en reconocer que frente al espejo
tan sólo eres, en efecto, una simple mujer, y pública;
vulgares los caminos que llevan a tu boca
de la que no pronto encontré su doble fondo
uno guardado para el amor misófago
el otro para todas tus mentiras
lastre terrible el de tus promesas rotas bajo el velo de cinismo
que ponías ante tus ojos cada vez que mirabas tu reflejo
porque veladas eran también tus palabras
llenas siempre de todo aquello que compone lo mismo
que dices a cualquiera, ya sea esclavo, ya sea sierva,
porque a todos tratas como inferiores, tú, que aspirabas a reina.
Y, sin embargo, mírate, falsa princesa, engalanada de crueldad
para la que usas esos cuchillos rojos que guardas como labios
usados para cortar la raíz de todas tus promesas. No son ya,
más que flores rotas, papel oxidado de tu piel
simple muñeca de trapo con demasiados kilómetros
para tan poca carretera;
limpias las espadas en la profundidad de tus cavernas
y ni aún así sabes que por muchos que sean los soldados
ninguno acabará luchando por tu guerra.
Tanta lástima das, antigua plebeya, que tus ojos ya no susurran
ahora tan sólo inspiran un futuro a gritos
escrito con la sangre de los cadáveres que dejas
y si por si no fuera poco toda tu vida convertida en mitos
todavía ahuecas tu rocoso corazón, artificial y huérfano de vida,
para albergar dentro de ti la verdad que ves y alejas
esconderla y torturarla, esperando que se convierta
en lo que esperas sentir, lo efímero, lo que se va,
lo que te dejará como a todas las princesas
herida de muerte en una revolución,
la rebelión que te dejará algún día tiritando,
muerta de miedo, reina de cualquier acera.