Vivimos olvidados en esta conjura de idiotas
en calles que ya recorrimos para llegar aquí
y otra vez nombrando demonios que resucitan
con las manos, con la libertad de los vasos llenos de alcohol
y colillas, y humo, el sudor de los cuerpos fríos
que ya no se encuentran
(llévame alma fuera de este cuerpo inútil)
porque olvidé la premonición que me hice al entregarme
en sacrificio (nada cambia, todo sigue igual
que ayer, que entonces
en estos cambios degenerados en sombras
plenilunios de la inconsciencia
en la soledad a la que quedamos atados de por vida
sin rumbo de perdición, porque no queda gloria;
y andamos preocupados, ya lo creo, por las lágrimas silenciadas
por la incertidumbre de la ausencia)
derrumbando los caminos que construimos para encontrarnos
y dejando, tan sólo, escombros de tinieblas
en las que se retuercen los hijos imposibles de tener
aquellos que se pensaron, que se dijeron, que se olvidaron
en todo el tiempo del futuro pasado. Es adiós
prendido entre los labios que fueron cuchillos en cada beso
y de los que apenas quedan hojas marchitas
que piden lujo, calma, nada más, sonrisas artificiales
hasta que, al fin, plastificamos nuestras horas
todas las que nos hieren, aquella que nos mata
finalizando en este preciso instante lo que ya es final
o es preludio de la lanza, el veneno, el cuerpo moribundo
de todos los que por ti combatieron, todos caben
en mis manos, todos por ti han luchado
(y, sin embargo, son nuestros actos los que se derrumban
y, sin poder demostrarlo, es la tumba de nuestros espantos);
esperando tan sólo el silencio de los campos
en los que fui herido, estos campos de ruinas que fueron
en otro tiempo, espacio para un sueño amargo.
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